«La realidad transcendida» Francisco Pablos (De la Real Academia de Bellas Artes)

martes, 26 de febrero de 2002

Ante la pintura de Javier Iglesias Bugarín, se produce inevitablemente, una transformación del estado de ánimo del espectador.

Ocurre que la realidad observada minuciosamente , resulta transcendida, complejizada. Resaltada en lo secundario; lo que el ojo, habitualmente, no percibe, pero que está. Lo que es, y se impone en su peculiar morfología, observando la luz fugaz que queda incorporada en el detalle. Esa aparente nada que, al fin, es tanto, hasta ser todo.

En la terminología al uso, esta aptitud estética adopta denominarse hiperrealismo, y cuenta con ilustres cultivadores que acaso se iniciaron en siglos ya casi remotos, con Canalete. Y llegan a Hopper, a Naranjo y López García en España, a Martiño o Roberto González entre nosotros, porque la pintura Gallega hace ya mucho tiempo, afortunadamente, que abandonó todo el folclorismo para incorporarse a corrientes universales.

Nada queda del tradicional paisaje decorativo, esa impresión fugaz de la realidad, característica del impresionismo, que semeja la retención de un momento. Algo así como un determinado fotograma de la toma de una escena no deliberada. Por el contrario, ahora la realidad es desnuda, breve. Más que anatomía urbana es histología ideal, pormenor preciso que se integrará en el resultado conjunto, de manera que cada mínimo detalle forme parte de un todo en el que se captó la referencia y, además el presentimiento y la atmósfera. El aire corporeizado, adensado, materializado que adhire a la referencia como una pátina de tiempo inpreciso y temporalizado.

Precisa el artista de un proceder manual caligrafíco. De pendolista. Algo así lo que Ortega y Gasset dijo de la literatura de Azorín: «Primores de lo vulgar». Porque lo vulgar, lo aparentemente aleatorio  se resalta, se mayusculiza y cobra condición de protagonista, desde un cromatismo insólito en lo que verdes, violetas, cobaltos y grises se imponen a carmines rosas y amarillos.

Iglesias Bugarín, Vigués, nacido en 1960 alcanza su madurez justo en esa edad en la que las primeras emociones ya se refrenaron y es la mirada reflexiva la que siente, idea, dirije la mano, simple vehículo del pintor. Porque la pintura sobradamente se sabe desde que lo dijo Leornardo y !Ay de quien no lo sepa¡, es cosa mental.

Ocurre, claro es, después del maestro florentino escribieron Proust y Francis Ponge, para que sepamos que el arte no es solo lo que se elige como asunto sino como se interperta. Nuestro artista se sitúa frente a la realidad y la reta con su mirada penetrante, exigente, casi táctil. acaricia insistentemente el todo y cada mínima parcela de ese todo. Lentamente lo va apresando para una rumia lenta de su metabolización que son sus cuadros, en los que la emoción es como un dulce revulsivo interno. Porque en esa imaginaria  aprehensión la sorprendida, la ideal, como inalcanzable verdad no visible es alago así, como su alma, o espíritu de las cosas, de las arquitecturas, de los recantos urbanos, los cuales, a partir de esa acción plástica, parece que entregaron lo más recóndito de su ser físico.

Vigo, que  hasta ahora no contó sino con el circunstancial paisajismo al uso, posée ya, con la pintura de Iglesias Bugarín, esa otra realidad como más perdurable y sin duda paradógica, puesto que sin ningún énfasis, sin alrdes de los que deliberadamente prescinde el pintor, es más intenso y más verdadero.

Esta pintura es soledad sonora, si bien con acordes de cámara, lejos de la llamada pintura metafísica que años atras dio nombre el italiano Chirico. Anotemos, no obstante, que nada es más ajeno a esta estética con lo narrativo. Aqui no hay descripción. Ni énfasis. Porque si lo sintiéramos, sería consecuencia de la interpretación que cada espectador haga, casi inevitablemente, de esa bofetada de verdad que se sitúa delante de él para conmoverlo.

Si, en cambio, hay lirismo. La realidad debidamente auscultada, insistentemente analizada, y emotiva. Así, en estos retazos urbanos, tan peculiarmente llevados a la tela, hay latidos, sensaciones de emergencia de la vida interna que poséen.

Hora es ya de que Iglesias Bugarín, artista notable, se incorpore a la nómina plástica, esplendida de la  Galicia presente como un valor exhibible, digno de que gocen de su arte público mas amplio de lo que hasta el presente tuvo. En ocasionales exhibicines que pese a todo llamaron la atención, sorprendio y hasta apasiono a quien sabe ver y apreciar la creación artística.

Lejos de modas de supuestas vanguardias mas o menos efimeras, Iglesias Bugarín muestra una obra callada, sincera, de autenticidad irreprochable y de ejecución primorosa, admirable, llamada a ser capítulo  destacado de la pintura conteporánea, y simultaneamente de hoy, de siempre. Seguro que acabarán por disputarla museos y colecciones importantes porque en ella, todo lo secundario alcanza el rango de monumental y perdurable.

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